Jardines en el cuerpo.
Las flores y su color fueron el punto de partida y el eje central del proyecto colectivo. A nivel personal me enfoqué en las flores de páramo nativas que crecen en los cerros orientales de Bogotá.

Establecí un paralelo entre las flores de páramo y mis seres queridos, surgiendo paulatinamente un interés por la montaña como cuerpo habitado por ellas y por humanos; me inspiré en su historia, la mía y la de mis parientes, quienes hace muchos años llegaron desde algún lugar de Colombia a echar raíces allí, transformando su paisaje y a su vez dejándose modelar por este.

Pienso en la montaña como un gran ser vivo y cuestiono la relación divisoria que ha planteado el ser humano en relación con las demás especies, las heridas que dejan estos planteamientos sobre la piel de las montañas, sobre nuestro cuerpo y las conexiones innegables que hay entre unos y otros.
Parte I: Flores para sanar.
Siembro jardines de flores vacías, blancas, silentes. Flores que permitan sanar el pensamiento, perdonar el pasado de lo que vivimos y de lo que no recordamos pero que aún sentimos.
Parte II: Abonar el jardín.
Un jardín podría ser un lugar secreto, oculto en algún corazón, invisible y resguardado de la frenética vida en las ciudades y la violencia de nuestros campos.

En mi jardín, guardo los rostros de mis seres queridos, flores de páramo que alegran la existencia.

Al contemplar sus colores,
mi vitalidad se renueva y vuelvo a soñar con la posibilidad de un mundo,
donde lo bello y el amor con forma de jardín, bosque, manglar o selva, sea tan basto como el universo entero y accesible a todos los seres del planeta tierra.
Parte III: Trasplantar la montaña.
A la montaña elefante.